
Mi forma de vivir no dista demasiado de la de otros nobles compañeros de la Corte. Su Católica Majestad Don Felipe, el Rey, es el ejemplo a seguir por la gracia de Dios. Y en eso precisamente invierto yo el más firme propósito, dedicándome a imitarle en cuerpo y alma. Por eso, dos noches después del infructuoso asalto de Su Serenísima al convento de San Plácido, un mes ha, yo repetí el intento —debo afirmar que con bastante más éxito— La hermana C. me esperaba con impaciencia en la oscuridad de su celda. Aunque aún es novicia, acude con bravura a los asaltos, no en vano sus campos han sido ya pacidos por otros ganados. Después de este lance, he sido una vez más la comidilla de los salones más nobles, pues… ¿a quién no le gusta escuchar un buen relato?
Muchos han sido los que se han relamido los bigotes con los detalles más íntimos de mi aventura con la Condesa de M. Resultó extenuante vencer sus defensas; ¡toda ella era virtud! La cantidad de Rosarios que fingí rezar, arrodillado en el primer banco de la Iglesia de las Calatravas, con la frente apoyada en la unión de las manos, luchando por no dormir. ¡Qué hermosa estaba la mañana de Viernes Santo! ¡Qué pura! ¡Qué placer, recoger las horquillas de su moño esparcidas en mi lecho! ¡Qué victoria sentirla estremecer al son de los tambores de la Procesión!
No siento yo remordimientos de romper con las normas de la moral, pues conozco de cerca la calaña de los que gobiernan las almas de los creyentes. Buen maestro he tenido en el Cardenal Z., pariente mío, a cuyo servicio estuve en el Vaticano. Él me presentó, a los pies de la estatua de San Pedro, al embajador de la Corona. El pobre cornudo ignoraba que su joven esposa calentaba con el Cardenal sus tardes de confesión. Fue una sorpresa encontrar a la esposa del embajador en la Capital de las Españas, primero a la puerta de mi palacio, después en el jergón debajo de mi cuerpo.
Nada se pone por delante si de saciar mis apetitos se trata. Es norma de la época embriagarse con los dones que el Señor ha concebido para el hombre. De la costilla de Adán ha hecho Dios a la mujer para que el hombre no esté solo. Yo no hago sino seguir los designios del Creador. No piensan así los padres deshonrados. Hace cinco días que tuve un lance con el Marqués de P. ¡Voto a Dios que la niña no valía las heridas que le infringí al padre! ¡Por esta chanza me quieren excomulgar! El padre Pío vino ayer haciendo aspavientos con los brazos. No soy yo Quijote para enfrentarme a sus aspas. En Roma no me perseguían tan fervientemente las hordas de la Iglesia. A punto estuve de perder la paciencia. Sin embargo, no creo que merezca la pena enfrentarse a tan fiel defensor de la probidad. Quizá podría recordarle aquella tarde fresca de octubre, junto a la fuente de la Fama, en la alameda del Prado de los Jerónimos, cuando hurté una sombra que escapó corriendo de entre sus brazos. Las malditas hojas caídas tuvieron a bien chascar bajo mis pies, privándome de un espectáculo alentador. Si persiste en su cólera no dudaré en utilizar la historia. Causa gran disfrute entre las “buenas gentes” ver enrojecer el rostro de un representante del Altísimo.
Blanca Hernández
1 comentario:
¿Por qué no lo transformas en novela? Es tan bueno, que daría para mucho más.
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